De la serie «Escritoras» (8)

Antoinette Deshoulières, de trece años de edad, con la boca llena de dátiles caramelizados, mira de cuando en cuando por la ventana a su recién marido, el teniente coronel, ejercitarse para la expedición contra los flamencos. Los hombres del regimiento ríen y cantan, enarbolando los recién hilados pendones, y saludan agitando sus manazas a la niña que asoma su diminuta cabeza entre las cortinas, desde el tercer piso de la residencia de sus padres. La nodriza de Antoinette Deshouilières, siempre recelosa de los varones, pide a su pequeña ama, sin éxito alguno, que desista de exhibirse ante los hombres del teniente coronel.

La joven esposa se encuentra en la habitación, recubierta con papel tapiz con ilustraciones de fábula -burros voladores, halcones en pos de golondrinas, ninfas y gigantes- donde durmiera y estudiara hasta el día de su boda. Ahora que el marido está a unas horas de partir, Antoinette Deshoulières ha regresado al hogar paterno, alegre de desembarazarse por un tiempo de las abrumadoras obligaciones conyugales para retomar sus estudios filosóficos.

La nodriza, al fin y al cabo alegre del regreso de la joven ama, la consiente con sus caramelos favoritos. En una mesilla baja, están esperando los manuales de latín, italiano y castellano, lenguas que la niña aprendía justo antes de contraer matrimonio. En una hora o menos, la visitará su antiguo preceptor, con quien reanudará su discusión sobre la reconciliación del atomismo epicúreo con la fe cristiana. Por la noche, despedirán con una cena al teniente coronel, acompañada de su madre y su padre, quien se presentará tarde a la mesa, apenas escapando de sus meticulosas obligaciones como cuidador real de la colección de aves de la Reina.

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